Le pregunto por qué y ni siquiera es porque prefiera estar con él, sino porque, si lo hace, teme que él piense que no es una prioridad para ella.
En sentido inverso no ocurre lo mismo. Él hace sus planes y se los comenta, sin que se le pase por la cabeza que ella va a sentirse poco importante para él por el hecho de que se vaya a jugar a fútbol.
El temor de Elisa la hace responsabilizarse de lo que su novio pueda sentir. Mejor dicho, de lo que “ella imagina” que sentirá él, y es esa creencia lo que determina su acción. Su brújula para hacer una cosa u otra está fuera de ella, no dentro.
Cada vez que me responsabilizo de las emociones de la persona que tengo a mi lado sea pareja, amiga, familiar (o incluso un desconocido… “qué va a pensar esa persona si me ve haciendo esto”) y me comporto en función de ellas, en lugar de actuar conforme a lo que siento y quiero de verdad me alejo de mí y, si lo hago continuamente…me pierdo. Y dejo de dar elementos a las personas que se relacionan conmigo para que me conozcan, puesto que me defino teniéndolas en cuenta a ellas, no a mí. Es posible que acaben teniendo una idea equivocada de quien soy. Y aun peor, puede que yo misma acabe no sabiendo lo que realmente quiero, a fuerza de renunciar a empatizar conmigo. Al mismo tiempo, cuando me responsabilizo de las emociones ajenas, me parece que tengo que hacer algo con ellas, como si yo fuera su dueña, y lo único que puedo hacer es aceptar que son como son y que el único que puede y debe hacer algo con ellas es la persona en cuyo interior se originan. Cuando más me cargue yo con ellas, menos se responsabilizará la persona que las experimenta.
El colmo del hábito de responsabilizarse de las emociones ajenas es creer que soy responsable de la felicidad de alguien.
Significa atribuirse un protagonismo desproporcionado en la vida del otro e ignorar una serie de elementos internos que tienen un peso decisivo en su sentimiento de felicidad o infelicidad. Aunque se trate de tu pareja, no solo es injusto cargarte con esta responsabilidad, es poco realista. Porque antes de encontrarse contigo esta persona ya ha construido una estructura interna y unas creencias que filtran su forma de percibir la vida y es precisamente esa percepción de la realidad lo que nos hace felices o infelices. Entre responsabilizarse y culparse hay una línea muy fina.
Que la actuación o las palabras de alguien desencadenen una reacción en mí, no significa que esa persona sea responsable de mi reacción. En todo caso es el detonante, pero la responsable de mis actos soy yo. Yo elijo entre un abanico de posibilidades, aunque no me dé cuenta. Puedo haber actuado condicionada por mi inconsciente o por mis patrones adquiridos, pero eso no me da derecho a culpar al otro. Cada vez que culpo al otro, pierdo una oportunidad de conocer qué patrones he ido construyendo dentro de mí que no me dejan ser libre y me hacen reaccionar en lugar de responder.
Abandonar la creencia de que soy responsable de lo que siente el otro (o que el otro es responsable de lo que yo siento) no es fácil porque implica renunciar al protagonismo que creemos (y necesitamos) tener en la vida de las personas y, a sensu contrario, renunciar también a culpar a nadie de nuestras reacciones. Implica reconocer que no somos ni tan importantes ni tan decisivos, y aceptar que ellos tampoco lo son. El máximo responsable es cada uno y si no lo asumimos nos pasaremos la vida buscando afuera culpables de algo que tiene su principio y su fin en nuestro interior. Cuando sintamos la tentación de responsabilizarnos de la reacción del otro o de responsabilizar al otro de la nuestra, vale la pena respirar hondo para darnos tiempo de frenar ese impulso y poner distancia momentáneamente entre ambos. En un acto de honestidad con un@ mism@, detenerse a preguntarnos:
“¿Tiene esto que ver conmigo o con la otra persona?”
Es más fácil pensar “me ha puesto nervios@”, que “como venía nerviosa@, he saltado a lo que me ha parecido una provocación”. No es lo mismo: “me apunto a este plan porque si no, se enfadarán” que “no voy porque estoy cansada”. En el primer caso me hago responsable de su enfado. En el segundo, si se enfadan es cosa suya, no mía. Tiene que ver con cómo perciben o interpretan mi ausencia, no con lo que siento hacia estas personas. Empatizar con ellas será comprender que puedan hacer una interpretación errónea de mi acción. Responsabilizarme sería sentirme culpable de su enfado. Una cosa es que me sepa mal, otra que me cargue con la culpa por esa reacción.
Si aprendemos a discernir lo que nos pertenece y lo que no, constataremos que hay patrones que se repiten, y ello nos ayudará a descubrir cuál es nuestra herida básica y cuáles las de otros. Para ello es necesario empatizar en primer lugar con nosotros. Si empezamos por ahí, seremos capaces de empatizar con los demás sin perdemos en ellos.
Marita Osés
14 junio 2022
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