27.1.16

El amor es una fuerza no competitiva



Afirma Gerald Hüther, neurobiólogo, que Darwin no se atrevió a defender la existencia de una segunda fuerza, además de la selección natural de las especies, que permite que las formas de vida se encuentren y se fusionen, enlugar de competir por la supervivencia del más fuerte. Y lo cuenta en un ensayo titulado “La evolución del amor”, porque esa es, precisamente, la segunda fuerza que había constatado Darwin: el amor.

Razones tendría el naturalista británico para no defender pública y científicamente el amor en un mundo gobernado por la ley del más fuerte y por el “divide y vencerás” que tan caro seguimos pagando. Así nos va. Sin embargo, aunque estas leyes primitivas todavía enardecen a muchos, cada vez hay más personas que las consideran trasnochadas y que están deseando funcionar de otra manera.

No estoy hablando de enamoramiento. Esta es otra fuerza poderosa, sin duda, pero aquí me refiero a la entrega desinteresada a una persona o a una causa sin otro objetivo que su plenitud, o sea, su existencia plena. No se necesita más –ni menos- que un corazón abierto al flujo de dar y recibir. Cuando se activa esta fuerza, no aspira a conseguir nada: la paga del amor es poder amar y la condena, no poder hacerlo. Disfruto porque el otro ES plenamente. En eso consiste la “reciprocidad” del amor: El sentimiento de amor me gratifica por sí mismo, hasta el punto de que no necesito que me correspondan de igual manera.

Parece que una madre no recibe nada a cambio de todos sus desvelos por criar a su hijo. Recibe el puro gusto de verlo desarrollarse, convertirse en persona. Y nada le hace más feliz que ver que su prole es mucho mejor y llega mucho más lejos que ella. Este amor no conoce rivalidad. Por el contrario, cuando la madre ama, siente que esa fuerza la engrandece y hace crecer a todos aquellos a los que ama, porque el amor es siempre expansivo. No compite con nadie porque enaltece a todos.

Me maravilla esta capacidad de amar de la mujer, de nutrir sin siquiera pensarlo aquello que tiene entre manos: en el útero, compartiendo su propia sangre para que el feto se desarrolle, a continuación alimentando al recién nacido con una leche que fabrica exclusivamente para él y por último apoyándolo hasta el fin de su vida con una mirada que confía de manera incondicional en sus posibilidades.

Me pegunto qué es lo que hace que esta vivencia del amor esté tan alineada con lo femenino. Tal vez la naturaleza tenga parte de la respuesta. Le recuerda mensualmente a la mujer su posibilidad de dar vida. La voluntad femenina no cuenta en absoluto para que cada mes su cuerpo se transforme y ello la obliga a reconocer un poder sobre el que no tiene dominio alguno. A base de vivir esta experiencia una y otra vez, una acaba entrando en la humildad, en la constatación de que no todo depende de sus deseos. El hombre no conoce esta sujeción. Y por ello tiene una sensación de soberanía sobre su físico que hace que le resulte más fácil caer en la ficción de que él controla todo y en la necesidad de perpetuar ese poder. Esta “esclavitud” mensual de la mujer es el mejor antídoto contra la ilusión de control sobre su cuerpo. ¿Cuántas veces ha llegado la regla cuando no lo deseaba? ¿Cuántas otras, no se ha presentado cuando su aparición habría devuelto la calma a una incertidumbre inquietante? El cuerpo femenino tiene unas normas al servicio de la vida, no de sí misma, y funciona al margen de lo que ella quiera. La mujer conoce desde joven la sensación de que  no todo está en su mano y eso le da ventaja a la hora de afrontar la vida tal como se presenta. Y se entrena a confiar desde edad muy temprana. Porque sin confianza no hay amor.

El embarazo ahonda todavía más en la experiencia de humildad y de confianza. El ser humano se va formando sin que la mujer tenga que intervenir para nada. Basta que ella atienda a sus necesidades vitales, y su cuerpo se ocupa de la nueva vida. Sin tomar más decisiones, sin tener que asumir el mando de nada, el proceso sigue adelante. Ella simplemente presta su ser y confía.

Sin duda hay infinidad de procesos que ayudan a constatar, también al hombre, que nuestra intervención no es necesaria para que la vida siga: no necesitamos saber química para que se produzcan un montón de reacciones químicas en nuestro cuerpo, ni siquiera tenemos que desear respirar para que nuestro cuerpo respire, hasta el punto que podemos llegar a experimentar que “somos respirados”. Lo que ocurre es que lo olvidamos y tenemos una necesidad patológica de sentirnos protagonistas de todo. Pero la creación de una vida nueva es mucho más evidente que cualquier otro proceso fisiológico y experimentarlo en carne propia hace que la mujer no pueda olvidarlo. La hace sentirse pequeña y grande a la vez. Pequeña porque se da cuenta de que depende de algo mucho mayor que ella. Y grande, porque lo que ocurre en su cuerpo la trasciende. Para que surja la vida en su interior, no tiene que competir con nadie; tiene que entregarse. Y para que la vida continúe… tiene que seguir entregándose.

Le damos mil vueltas a cómo debería ser el nuevo paradigma y no tenemos más que observar. La naturaleza es clara a la hora de señalar cómo funciona lo importante: Humildad, confianza, dejar fluir, entregarse. Todo ser humano tiene una parte femenina en la que abrevarse de este amor. 
Ya va siendo hora de que apostemos por él y le demos a nuestra historia -personal y colectiva-  el giro que necesita.



Marita Osés, Enero 2016
Coach personal
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