24.11.18

Programaciones que nos destruyen, dolores que nos despiertan



Fran está furioso. Cuando habla, sus dardos y su rabia se dirigen a la que fue su esposa: que no le avisó, que no se ha sabido explicar, que tiene una empanada mental desde hace años, que no se aclara, que no ha tenido en cuenta la presión laboral bajo la que ha vivido en los últimos tiempos…

Pero en realidad está enojado consigo mismo. Por no haberse enterado de que algo grave pasaba a tan pocos centímetros de él. No sabría decir si es que no escuchó o no entendió. Pero comprende que no supo ponerse en el lugar de su pareja ni vislumbrar siquiera la frustración y el gran vacío de cariño que le llevaron a romper la relación. Le da rabia haber sido víctima de la programación cultural machista que recibió sin pararse a cuestionarla o a pensar en las consecuencias que podría tener en su vida. Le invade la impotencia cuando se da cuenta de que le faltó lucidez para captar que la “empanada mental” de su mujer no era más que una búsqueda de identidad obstaculizada –hasta llegar a asfixiarla-, por el concepto de esposa que imperaba en su matrimonio.

Además se siente engañado. Le habían explicado que era el hombre el que llevaba los pantalones y ahora dice con amargura: “Ya he aprendido que son las mujeres quienes deciden”. No es todavía capaz de ver hasta qué punto ha decidido él –con su modo de actuar- la situación en la que se encuentra. Aquel día en que estaba demasiado ocupado o abstraído como para escucharla, aquel otro en que censuró sus impulsos de ser ella misma cuando no se adecuaban a la imagen de esposa y madre que él había proyectado para su familia, aquella tarde en la que ignoró los problemas que ella le planteaba o no les dio prioridad fue generando una distancia que ahora resulta difícil de salvar.

Desde que ella le comunicó la decisión de separarse, siente que se ha hundido el suelo que había bajo sus pies lo que le produce una sensación de inseguridad insoportable. En un intento de amortiguarla sacando pecho, sigue ridiculizando el proceso de autoconocimiento de su mujer y hace comentarios jocosos sobre sus actividades. El abismo que los separa se hace todavía mayor, porque el dolor le hace transgredir una vez más esa norma sagrada para la salud de las relaciones: el respeto a la otra persona, a las decisiones que tome y a las obras que emprenda, por mucho que éstas disientan de los propios criterios u opiniones. La falta de respeto siempre desgarra el vínculo.

El dolor nos despierta del letargo, del vivir mecánico o inconsciente. Si deseamos que haga el efecto deseado, hay que atreverse a vivirlo sin paliativos ni disimulos. Pero no conviene permanecer en él más que el tiempo imprescindible para despertar aquellas facetas de nuestro ser que estaban dormidas. Si nos quedamos en el ego herido que sólo busca justificarse, seguiremos sin enterarnos y la vida nos devolverá a la casilla de salida sin que el dolor haya cumplido su función pedagógica.

Marita Osés

Noviembre 2018