20.11.14

Seguir la pista a mi verdad: Lo que hay detrás de una ilusión

Via vientoenviaje

Tamara es una mujer de treinta y tantos años, casada y con una hija. Me llama preocupada porque dice estar como una quinceañera sintiendo cosas muy especiales por un compañero de la universidad”. Se recrimina esta actitud inmadura: “¡A mi edad, ilusionada por un estudiante de veintisiete!”. Se siente avergonzada y tonta y además tiene miedo. Le propongo, en lugar de juzgarse: 

  • Aceptar lo que le está pasando 
  • Atreverse a explorarlo 
  • Indagar lo que esa situación le dice de sí misma y sacar el máximo partido, es decir, salir de ella más sabia, porque creo que todo lo que nos trae la vida tiene un para qué, y se trata sencillamente de encontrarlo.



La conozco. Sé que ama a su marido y que él la ama y la comprende como nadie lo había hecho hasta que se encontraron. Admite que si no hubiese conocido al que ahora es su pareja nunca habría alcanzado la estabilidad emocional de que ahora goza. Ella ha sacrificado su carrera profesional para criar a su hija y se plantea un segundo embarazo. Me consta que está satisfecha de la familia que ha creado. Pero esta situación la desconcierta tanto que ahora duda de querer a su marido y a su hija. Al juzgarse se siente culpable y eso no le ayuda a ser objetiva porque parte de una autoimagen distorsionada. Lo que más culpabilidad le provoca es que se siente físicamente muy atraída por este compañero. Después de un rato de conversar confiesa que lo que ella desearía es sentir esa atracción sexual tan fuerte y estimulante por su marido. Cuando me expresa este deseo, se le cuela otra confesión: “Lo trato mal, me siento injusta y culpable porque él me quiere mucho y yo estoy reprochándole cosas todo el día, ni siquiera sé si soy capaz de querer a nadie”.


Capto este anhelo que le ha salido del alma y me doy cuenta que dentro de ella hay un dolor oculto.

“En realidad no lo respeto, continua diciendo, porque pretendo que sea igual que yo y vea las cosas como yo las veo”. Me explica en qué son diferentes. Le pregunto por sus afinidades y resulta que coinciden en aspectos muy esenciales. “Él es respetuoso, confía mucho en mí, me apoya, me ayuda, es generoso y cariñoso a su modo. Pero yo necesito sentir.” 

Aaaah.

¿Qué es lo que te haría sentir más? le pregunto: “Que me abrace como antes de que naciese Clara, que me preste atención como cuando no teníamos hijos, que no vaya tanto al grano en el terreno sexual, que me hable de él y de cómo se siente conmigo, echo de menos la mirada de complicidad de antes…”

Escucho la voz de tantas mujeres que no se atreven a pedir lo que para ellas es lo más natural del mundo si alguien las quiere. Y me doy cuenta de que se conforman con menos en esta área afectiva tan esencial y luego recriminan cosas sin importancia que en realidad están expresando esa insatisfacción profunda de la que no quieren ser conscientes.

Tamara se da cuenta de que está en su mano mejorar esta parte de su relación que ha descuidado durante tanto tiempo, que está en su derecho y que vale la pena expresar sus deseos a su pareja si ello va a hacer que los encuentros sean más plenos y la relación más íntima. Se siente con ánimos de planteárselo.

Bien, ¿y qué vamos a hacer con nuestro joven universitario?, le pregunto.

“Le daré las gracias porque sin siquiera enterarse me ha ayudado a ocuparme de una dimensión de mi vida de la que prefería no ser consciente. Y añadiré que si algún día tenemos más confianza y amistad, se lo explicaré.”

Cada persona que se cruza en nuestro camino tiene algo que ofrecernos. Piezas de puzle que nos ayudan a completar el nuestro. Lo suyo sería que tomásemos lo que nos regala, le diésemos las gracias -y tal vez lo que nosotros podamos tener para ella- y siguiésemos nuestro camino. Pero nos aferramos a cada persona que llega con la más mínima novedad, a cualquiera que ponga un poco más de emoción o calor en nuestra existencia, pensando que es el alma gemela que todavía no hemos encontrado. La creencia perversa de que hay una media naranja dando vueltas por el mundo que llenará por fin mi existencia incompleta nos hace engancharnos a esta persona. Por el contrario, si creo que todo ser que se cruza en mi camino tiene algo para mí y yo algo para ella, utilizaré la emoción, la novedad o los sentimientos que despierte esta persona como puertas de acceso a aquella parte de mi ser o de mi vida que necesita atención. Lamentablemente, suele ocurrir que en lugar de ir hacia adentro vamos hacia afuera, a apropiarnos de la persona que nos ha tocado el corazón y volcamos en la nueva relación todo el entusiasmo que ya no poníamos en nuestra vida. Perdemos así la oportunidad de seguir la pista a un aspecto de nuestro ser está reclamando mi atención. 

Hay una manera de aprovechar esta oportunidad: Pararme y valorar lo que tengo, cada vez que una persona o situación nueva cuestiona parte de mi vida. De lo contrario lo cambiamos fácil e inconscientemente por el brillo de lo recién llegado. Y toda novedad tiene fecha de caducidad. Deja de serlo cuando pasa al cajón de las cosas que damos por sentado. 

Bienvenidas las zozobras, las emociones, las dudas porque nos empujan a salir de las rutinas que han perdido su color y a aventurarnos en terrenos desconocidos. Bienvenidas las personas que nos hacen darnos cuenta que hemos dejado de percibir la novedad de cada mañana y nos hemos apalancado en la rutina. Son personas y momentos de oro para ir hacia dentro y descubrir un aspecto más de nuestra esencia. Encontremos el para qué de su paso por nuestra vida y sigamos nuestro camino con más sabiduría en la mochila.


Marita Osés

24.9.14

El poder de elegir o el principio de responsabilidad, Annie Marquier, Ed. Luciérnaga 2001


¿Quién quiere vivir su vida sin temor, sin que el juez interno que todos llevamos dentro le sabotee y dirija sus pasos hacia donde no desea realmente? 

¿Quién quiere interpretar lo que le ocurre desde la confianza en que todo es para bien, a pesar del dolor que tenga que atravesar para llegar a ese fin beneficioso?

¿Quién quiere sentirse dueño y soberano de su vida, de sus decisiones, renunciando de entrada a culpar a nada y a nadie de lo que le sucede?

Annie Marquier nos descubre una forma de hacerlo y, desde las primeras páginas de su libro, declara con toda sinceridad que se trata simplemente de eso: una propuesta. Nos invita a adoptar un punto de vista –ella le llama principio de la responsabilidad-atracción-creación-, advirtiéndonos de entrada que no nos dejemos influir por la connotación negativa de obligación que hemos atribuido a la palabra “responsabilidad”. Ella entiende por responsabilidad como nuestra capacidad de atraer lo que necesita nuestra alma y de responder a lo que nos va trayendo la vida. 

Según este principio, lo que sucede en cada momento es lo que mi alma ha atraído a mi vida para poder evolucionar. Y la evolución, dice, es dejar de identificarnos con el ego para hacerlo cada vez más con nuestro ser esencial. En este contexto, responsabilidad es la posibilidad de decidir conscientemente cuál va a ser mi respuesta en lugar de reaccionar automáticamente en base a condicionamientos y programaciones instaladas en mi “disco duro” desde el pasado.

Simplificando mucho el contenido del principio de responsabilidad-atracción-creación, se trataría de que cada uno respondiese a la siguiente pregunta: ¿te sientes víctima o protagonista? En base a la afirmación “la vida no es lo que nos sucede, sino lo que hacemos con lo que nos sucede”, tenemos la oportunidad de ser creadores de nuestro devenir, de nuestras relaciones, de nuestro propio ser, o por el contrario, sentir que estamos a merced de las circunstancias, los hechos y las personas que van surgiendo - aparentemente al azar- en nuestra existencia.

La persona afectada de “victimitis” se autodespoja de poder personal: toda la responsabilidad está fuera de ella, en el exterior, todo depende de los demás y ella simplemente lo sufre. Es como si se hubiese quedado con el mensaje que recibió en su infancia por parte de los adultos: “no sabes, eres débil y vulnerable, déjame defenderte, dirigirte, decidir por ti”. Cuando otros dirigen nuestras vidas, siempre tenemos razones para quejarnos. Es verdad que cuando nacemos nuestra autonomía es casi nula y dependemos de los adultos y de que el mundo nos sea favorable para hacer lo que queremos hacer. Es probable también que esta falta de autonomía se vea agravada por unos padres excesivamente autoritarios, controladores o protectores, que no fomentaron la responsabilidad de su hijo. Sea lo que fuere, la realidad es que como adultos podemos salir de ese condicionamiento si así lo deseamos, y conquistar nuestra autonomía personal.

Nadie dice que sea fácil, ni breve. Son programas grabados a fuego en los primeros años de nuestra vida en los que nuestro “disco duro” era muy virgen. Annie Marquier nombra algunas técnicas eficaces para llevar a cabo esta limpieza emocional. Que cada uno elija la que más le convenga o la que le resulte más accesible. Lo importante no es tanto la técnica que cada uno se procure como la decisión personal de mirarse la vida desde otro punto de vista. Desde la libertad, en lugar del sometimiento, tantas veces voluntario y a la vez inconsciente. Cuando logramos este cambio de perspectiva, suceden cosas: La confianza sustituye al temor. El poder personal ocupa el lugar de la impotencia. La capacidad de crear desplaza el automatismo de conformarnos sin más lo que otros han creado. Si reconocemos nuestro poder, lo recuperamos. Cuando identificamos poder con violencia agresividad es que estamos en la postura de víctimas, las más veces, sin saberlo. El poder personal liberado de las programaciones de la infancia es un poder sano, benéfico que está al servicio de los que nos rodean. Es sereno, creativo, constructivo.

La valentía de la autora para ahondar en un tema tan delicado y que tanto nos condiciona es solo una de las muchas cualidades que tiene este libro, de valor inestimable para mejorar radicalmente la calidad de nuestra vida y de nuestras relaciones.

Todo mi respeto y mi gratitud para Annie Marquier. Y para los lectores que se aventuren a una lectura tan transformadora.

Marita Osés

11.7.14

Descubre tu esencia



Compruebo una y otra vez que al darle tanto poder a nuestro ego –casi siempre sin ser conscientes de ello- nos identificamos con él (a todos nos gusta el poder, y nos hace sentir seguros) y corremos el peligro de olvidarnos de quién somos realmente. Al perder de vista nuestra esencia, cortamos la conexión con lo que nos da vida y caminamos arrastrándonos y sin rumbo. Porque además de fuerza, nuestra esencia nos da sentido. Es en base a ella que encontramos el propósito de nuestra vida. 

Desde muy pequeña, mi esencia es comunicación, conexión y compasión, y por ello me gratifica tanto lo que hago actualmente: por un lado tengo recursos naturales para hacer coaching y lo que me reporta el contacto y la interacción con las personas me realimenta para seguir dando. Cuanto más me doy, más puedo ofrecer. La esencia no se acaba nunca, no se gasta como los bienes materiales, no se consume. Por el contrario, cuanto más la despliegas, más crece y se afianza porque en ese despliegue, en ese compartirse está el secreto de su pervivencia y de su expansión. 

La esencia de cada uno no tiene sentido si no sale al exterior en dirección a los demás. Sería como un perfume guardado siempre en su frasco. Si no se abre, no percibimos su fragancia. Existe, pero es como si no existiese. Hay que sacar el tapón para que su esencia se expanda y es precisamente en los sentidos de las personas que lo huelen, es decir, en los otros, donde el perfume se convierte en olor, se hace presencia, despliega su “ser”.

Hay maderas que sirven para hacer muebles, otras para hacer vigas, cucharas de palo o tablas de cocina. Y con otras se hacen arcos y flechas o instrumentos de música. Y es la composición de la madera, sus características la que la hace más apropiada para un fin o para otro, sin que un fin sea mejor o peor porque todos son necesarios y dignos.

De ahí la importancia de mirar hacia adentro y reconocer de qué madera estamos hechos, porque eso nos da la pauta para ver qué manera de vivir nos hará más felices. Y sobre todo nos evita perder el tiempo intentando hacer cosas que no nos corresponden o que no estamos llamados a hacer y que simplemente nos atraen porque vemos que a otros les hacen felices o les proporcionan la aprobación o el reconocimiento que buscan.

A los jóvenes que tienen que decidir sus estudios y su orientación laboral se les explican las opciones, las necesidades del mercado, se les muestran referentes de personas que han logrado éxitos en lo profesional, se les habla de lo que pueden lograr si se aventuran en una u otra dirección. Y en realidad no se trata tanto de motivarlos con lo que pueden CONSEGUIR tomando una opción determinada, sino de lo que pueden SER.

Es decir, se trataría de mirar más hacia adentro que hacia afuera, de descubrir cuál es su esencia y discurrir la mejor forma de canalizarla. Todo lo que hagamos que esté alineado con nuestra esencia nos dará plenitud y paz. Lo que decidamos sin tener en cuenta quienes somos esencialmente nos provocará intranquilidad, malestar, ansiedad. Estas sensaciones no son más que una señal de nuestro cuerpo que nos avisa de que hay algo en nuestra vida que no está de acuerdo con nosotros mismos y nos invita a encontrar qué es y a modificar el rumbo.

Una de las palabras de moda actualmente es “reinventarse”. Reinventarse no es más que orientar la vida de cada uno en base a la propia esencia. Una esencia que ha estado ahí desde siempre, pero que tal vez he ignorado o no he sabido encontrar por haberme identificado de forma exclusiva con mi ego.

El coaching ayuda a descubrir cuál es tu esencia, a ver de qué madera está hecha cada persona y a decidir tu vida desde ella. Si no tomamos conciencia de nuestra esencia, podemos pasarnos la vida respondiendo simplemente a las demandas de los seres y de las situaciones que nos rodean o a nuestra necesidad de ser fieles al personaje que nos hemos ido creando. Y ocupados en ese empeño, dejamos de descubrir el tesoro que llevamos dentro y que da sentido a nuestro existir.


4.5.14

No somos fotos fijas


Cuando llevamos un tiempo prolongado de relación con alguien (puede ser la pareja, el padre, la madre, el hermano, un compañero de trabajo o un amigo), nos da la sensación de que ya lo conocemos. Nos hacemos una idea de esta persona y corremos el peligro de encasillarla. Decimos que esta persona es así o asá. Tan convencidos estamos de ello que acabamos relacionándonos con el cliché que tenemos de ella, no con la persona en sí. Y claro, con el tiempo la persona se nos escapa, no la reconocemos.

Puede darse el caso de que esta persona intente trabajarse algunos aspectos de su carácter, evolucione en su forma de ser a partir de lo que le va trayendo la vida o incluso de lo que le sugieren sus congéneres. Y puede suceder que como yo me he quedado con la idea que tengo de ella, no sea capaz de apreciar los pasos que esta persona está dando en otra dirección. Todo lo que no se ajusta a la idea que me he hecho de ella, lo descarto sin más. 

La situación puede resultar muy frustrante para el hijo que intenta mejorar aspectos que le ha comentado su progenitor, o para la persona que intenta modular su conducta en aras a mejorar su relación  de pareja o para el amigo que se esfuerza en desbloquear una amistad y no consigue que el otro salga del modo de relacionarse que arrastran hace tiempo. Cuando nos relacionamos con la idea que tenemos del otro, estamos ciegos a los pasos que el otro da en cualquier dirección que no sea la que nosotros creemos. Y la frustración que provocamos se va traduciendo en desmotivación.

El caso es que nadie es así o asá, porque todos estamos en proceso de crecimiento y de cambio. Si estamos vivos, cambiamos. Puede que nos resulte más fácil relacionarnos con la idea que tenemos de una persona, pero eso despoja a la relación de vida y de novedad. Desde mi idea fija, todo es previsible y puedo adivinar prácticamente todas las reacciones que va a tener. Y al predisponerme a esas reacciones, de alguna manera las propicio. Leí en algún lado: “No hay ley más invariable que aquella que dice que como pago de nuestras sospechas encontramos aquello que sospechábamos.” Si me acerco a una persona pensando de antemano cuál va a ser su respuesta, no le dejo margen de maniobra, ni le permito salirse de la etiqueta en la que la he clasificado. ¿Para qué nos sirven las etiquetas? Para manejarnos mejor. Nos dan seguridad. Para ir preparados y no tener que improvisar. Pero la vida es cambio y nos sorprende,  ha de sorprendernos a cada paso y nosotros aprendemos a improvisar dando respuesta a lo que tenemos delante materialmente y no a lo que habíamos previsto mentalmente. ESO es vivir.

Cuando me relaciono con la idea que tengo del otro no salgo de mí. Todo se cuece en mi mente. Y las relaciones auténticas se ventilan a otro nivel. Si un día, por las circunstancias que sea, abro mi corazón y entro en lo que el otro es, no en lo que pienso que es, entonces descubro infinidad de posibilidades y de respuestas, y nada es previsible ni controlable. Me  abro a la incertidumbre, pero también a una riqueza inusitada. No lo encasillo en una idea, sino que permito que sea cualquiera de las miles posibilidades que tiene de ser, se ajuste o no al concepto que yo pueda tener de antemano.
Cuando alguien no tiene una idea prefijada de mí, sino que está abierto a lo que yo vaya manifestándole en mi proceso de crecimiento, se convierte en mi aliado, en mi mejor compañero/a de camino. Esa persona, deja a un lado sus expectativas, y va validando aquello que yo decido ser, por el simple hecho de respetar mi opción. Y con ello me ayuda en la labor de construirme personalmente.

Muchas veces somos nosotros mismos los que nos relacionamos con la idea que nos hemos hecho de nuestra persona, y no con lo que realmente somos. Nos hemos identificado tanto con el personaje que hemos creado para abrirnos paso en las circunstancias que nos ha tocado vivir, que al final nos creemos que somos eso. “Soy controladora y obsesiva”, me comenta una persona. Y yo le recuerdo las características que ella había enumerado cuando le pedí que me describiera su esencia: noble, alegre, cariñosa, comprensiva creativa, adaptable, paciente, constructiva, optimista, luchadora, detallista, con sentido del humor. ¿Dónde está pues la controladora y la obsesiva? Es la conducta que adopta cuando siente una agresión. La sensación de indefensión le hace acudir al control y a la obsesión como mecanismos de defensa. ¿Es ella eso esencialmente? NO LO ES. Pero a base de identificarse con esas conductas y desconectar de su esencia acaba creyendo que la obsesión y el control forman parte de su núcleo.

Es cierto que hubo un momento de indefensión y de desamparo brutal en su biografía. Y que luego cada situación que le recordara aquella circunstancia ahondaba dolorosamente en una primera herida. Es cierto que esa herida hizo que desconectase de su alegría, de su confianza básica en la vida, de sus ganas de jugar, de su motivación. Pero está en su mano elegir si conecta de una vez por todas con la mujer que verdaderamente es, o queda atrapada en su fidelidad  al ser reactivo al que detesta y que llega a confundir con su ser verdadero.

Para ello hay que trasladar la atención de los hechos o las situaciones concretas a los procesos. Hacer memoria de quien soy y tomar conciencia de que estoy en proceso en evolución. No soy una foto fija, sino una secuencia en permanente evolución. Se trata  de ver a las personas en su proceso, no como realidades estáticas. Si una persona está en un momento negativo y la miro como si ella fuera solo eso, me deprimo y no le doy esperanza. Si por el contrario, lo considero un proceso por el que está pasando, del que saldrá, le doy energías para salir. Relativizo. Lo mismo funciona para un momento positivo. Si lo veo como algo estático, tengo muchas posibilidades de aletargarme, de anestesiarme con el buen momento. Si consigo percibirlo como algo fugaz que va a pasar porque está dentro de un proceso, lo vivo intensamente antes de perdérmelo por inconsciente o por idiota. Esta actitud me ayuda a vivir concentrada en lo esencial y en los detalles al mismo tiempo. Atenta y dispuesta a captar al vuelo para poder disfrutar y reflexionar acerca de lo que capto.

Nadie está terminado de hacer hasta que ha exhalado su último suspiro. Nadie es tan pequeño como para caber en la idea que me he hecho de él o de ella. La persona es su biografía y esta tiene infinitas posibilidades siempre que  no permita que nada ni nadie las recorte. Una vez tomada una foto, ya no somos la persona que el objetivo captó. Proseguimos el camino de nuestra autoconstrucción, quiero pensar que independientemente de la idea que se hayan hecho de cada uno las personas que nos rodean.


7.3.14

Cuando la inseguridad personal obstaculiza el amor

La relación de pareja puede pasar largas temporadas en un tira y afloja estéril en el que lo que se ventila en realidad no es el amor que se profesan, sino el miedo a no ser amados o a no serlo suficientemente. Este miedo debilita el sentimiento que en la mayoría de los casos existe, pero que no puede fluir porque queda paralizado en el fondo de nuestro ser. Si no me siento digno de amor, si no me considero suficiente y creo que no doy la talla, concluyo: ¿Cómo me va a querer? No es que uno se lo diga con esta crudeza, pero en su fuero interno se pregunta ¿Por qué no me quiere?, y una voz muy sutil le contesta: Porque no lo vales, aunque con harta frecuencia no somos conscientes de esta vocecilla o la ponemos en boca de otras personas, pensando que son ellas las que nos juzgan. Una de las reacciones típicas a esta falta de autoestima es ver en el otro todos los defectos magnificados, incluso los que no tiene, hasta el punto de no reconocerle ni una de sus cualidades o relativizarlas tanto que se disuelven hasta convencerte de que las habías imaginado. Cuando una persona se siente inferior le alivia encontrar fallos o defectos en otra. Le ayuda a sentirse mejor, más grande, más digna, o menos inadecuada.

Las personas inseguras de sí mismas pueden interpretar como agresión cualquier comentario incluso los que se hacen con la mejor de las intenciones. En pareja esto es doblemente grave, puesto que un acto de agresión es lo contrario a un acto de amor. Por ello, estas personas concluyen: No me quiere. No obstante,  si somos sinceros con nosotros mismos la “agresión” tiene que ver más con nuestro grado de susceptibilidad que con que con el  desamor del otro.

¿Me quiero yo? sería la pregunta que todos deberíamos hacernos cuando dudamos del amor de alguien. ¿Cuánto me quiero? 

¿Cómo me quiero?, es decir, cómo me lo demuestro. Tendemos a exigir a los demás aquello que no nos damos a nosotros mismos y esta carencia condiciona radicalmente nuestra relación de pareja.
Ante esta situación tan común la primera tarea es individual:
  • alimentar debidamente mi autoestima para ganar en confianza y seguridad personal.
  • atender yo misma a mis deseos y necesidades, y comprobar que esto no sólo no es egoísmo como podíamos haber pensado, sino que es la mejor inversión para convertirse en un ser capaz de amar y ser amado.
  • cultivar espacios propios, buscarlos si no se tienen.
Tras haberme ocupado con afecto de mí misma, ¿qué otras cosas podemos hacer los dos para fortalecer la relación debilitada?

  1. Ser empáticos. Después de aprender a escucharme y a satisfacer mis deseos, soy mucho más capaz de poner toda mi atención en lo que el otro necesita para sentirse querido. Y soy más capaz porque lo hago desde la abundancia, no desde la carencia. ¿Qué estoy haciendo a diario para que se sienta querida mi pareja? En esta instancia, distinguir si lo hago por amor, o por miedo a perderla me ayuda a saber si he completado con éxito la etapa anterior estrictamente individual, es decir, si he logrado fortalecer mi seguridad personal y mi confianza. Lo que la otra persona necesita para sentirse querida no suele ser lo mismo que lo que necesito yo. Es más, puede ser completamente diferente. Es de importancia decisiva averiguarlo y salir de mis esquemas para ser capaz de actuar en consecuencia. No se trata de hacer cosas pensando en la otra persona, ni siquiera por ella, sino desde ella, es decir, desde su perspectiva, desde su enfoque vital y poniendo la atención en lo que ella va a recibir como consecuencia de tus actos, no en lo que vas a recibir tú.
  2. Hablar con franqueza de lo que te separa de la otra persona. Hay cosas que nos distancian y que nos hacen pensar erróneamente “no me quiere” o “no lo quiero” y no están reñidas con el amor, sino con maneras distintas de ver la vida. Tienen que ver más bien con nuestra biografía, con las formas de hacer y de pensar que nos inculcaron de pequeños, con creencias que hemos ido adquiriendo y que no coinciden con las suyas. Si estamos en “modo susceptible” y por consiguiente identificamos “hablar” con “sentirse atacado” será muy difícil que nos apetezca iniciar la comunicación. Para estas situaciones en que es difícil que brote la conversación de manera espontánea, sobre todo cuando exiten temas enquistados, resulta muy práctico fijar un día para comer, pasear, tomar té o lo que sea, dedicado especialmente a poner los asuntos sobre la mesa. Reglas de oro para estos encuentros periódicos. 
    1. Cada uno lleva preparado aquello de lo que desea hablar o que han acordado previamente que sería el asunto a tratar.
    2. Cada uno habla sólo de sí mismo, no de la otra persona. Por lo tanto, se expresa únicamente en primera persona. Si te abstienes de decir “tú”, asumes siempre la responsabilidad de tus actos. Es muy diferente decir Me siento herida cuando… que  Tú me hieres cuando
    3. Escuchar, escuchar, escuchar. Es decir, sólo escuchar, sin estar pensando lo que voy a contestar o cómo voy a rebatir lo que me está diciendo. Porque se trata de entender lo que el otro quiere decir, más allá de lo que expresan sus palabras. Por eso, no nos enganchemos a las palabras. No son más que herramientas.
    4. Preguntar. No interpretar, ni dar nada por supuesto. Cuando haya duda o inquietud, preguntar. Porque puedes pensar que los gestos o palabras de nuestra pareja significan una cosa y si te das la oportunidad de aclararlo te das cuenta de que estabas equivocado. Nuestra interpretación está muy condicionada por nuestro estado de ánimo y por la idea que tenemos de nosotros mismos.
  3. Respetar los espacios propios y los de la otra persona. No renunciar “por amor” a los espacios propios si esta renuncia no beneficia, directa o indirectamente,  a ambos.
  4. Relativizar. Cuando las cosas se ponen muy difíciles, uno piensa con razón que no va a aguantar así toda la vida. Es una preocupación ilusoria puesto que como la vida tiene su propia evolución, también esa situación que estamos viviendo evolucionará, hagamos lo que hagamos, y por lo tanto, no será siempre como está siendo es el momento crítico en el que nos parece insoportable. Una buena estrategia para no dejarse llevar por el hartazgo o por la desesperación de un momento determinado es preguntarse: ¿Hasta mañana por la mañana puedo aguantar esto? Pues en la práctica, si puedes esperar hasta haberlo pasado por la almohada, al día siguiente tienes capacidad de contemplarlo de otra manera. Y ya sabemos que no existe una realidad objetiva sino formas de ver la realidad. La persona que tiene sentido del humor,  puede prescindir hasta de la almohada para llegar hasta aquí. Todo lo que nos haga ganar tiempo para trabajarnos personalmente, redunda en beneficio de la pareja.
  5. Disfrutar juntos. Buscar espacios sólo para pasarlo bien, sin siquiera hablar. Entregarse a la naturaleza, al deporte, a cualquier actividad de ocio que resulte gratificante para ambos.

Se ha dicho que la pareja es una tercera entidad distinta de cada una de las personas que la integran y que merece una atención particular. Y es cierto. Pero esta entidad se sustenta fundamentalmente en dos pilares que son los dos miembros que la integran. Cimentar nuestra autoestima es fundamental para que la relación se asiente de manera sólida y gratificante. 


6.3.14

Biografía del silencio, Pablo D'Ors. Ed. Siruela, 2013

La prueba irrefutable de que Pablo D’Ors se ha entregado en cuerpo y alma a la práctica del silencio y ha experimentado en carne propia sus efectos es la lucidez con que está escrito su libro “Biografía del Silencio” y la serenidad que se desprende de su lectura. Esta es la razón por la que la presente reseña está cuajada de citas textuales, porque no hay palabras más acertadas y precisas que las que él ha elegido para explicar la experiencia de silenciarse y entrar en meditación. La impresión es que no las ha elegido, sino que han brotado, con toda naturalidad de su silencio. La definición que hace el autor de su obra nos da la clave del libro: “Breve ensayo de carácter testimonial sobre cómo asistí a la transformación de mi biografía gracias al silencio”. Es decir, contra todo lo que pudiese pensarse, el silencio es transformador. Y lo hace, además, desmitificándolo completamente: "El silencio no tiene nada de particular, sino que posibilita o enmarca todo lo demás. Lo demás tampoco es nada: la vida misma que transcurre".


Que adentrarte en el silencio, sin más, te ayude a transformar tu vida, es una buena noticia en este mundo en que parece que todas las soluciones se hayan vuelto tan complicadas. Y además en un momento en que se habla más que nunca de transformación personal y de necesidad de cambio. Pablo D’Ors, con una sinceridad y sencillez dignas de agradecer y con el conocimiento que le dan cinco años de fidelidad a la práctica, nos explica el largo proceso que media desde que se toma la decisión de priorizar la meditación en la vida de uno hasta que empieza a percibir los beneficios que aporta: "Primero todo es más importante que meditar y luego no hacer otra cosa que estar en contacto conmigo mismo, presente en mi presente, me parece lo más importante". Admite que necesitó año y medio para reconocer y poner nombre a buena parte de sus distracciones: desde molestias físicas, inquietud mental, aburrimiento, ideas obsesivas, hasta la evocación involuntaria de los deseos incumplidos, la culpa ante los fallos o los miedos recurrentes. Pero perseveró hasta familiarizarse con sus sensaciones corporales, sus pensamientos y sus sentimientos. Y entonces quiso seguir adelante a pesar de obtener pocos resultados con mucho sacrificio.


Para recorrer todo este trayecto, se precisa tiempo y sobre todo determinación. "Meditar no es difícil. Lo difícil es querer meditar". Y ¿cuál es la actitud? "Tanto el arte como la meditación nacen de la entrega, no del esfuerzo". ¿Cómo se entrega uno sin esfuerzo? nos preguntamos. El autor nos regala un concepto chino, el wu wei, como respuesta. Wu wei significa estar ahí para captar lo que aparezca, sea lo que sea, ponerse en disposición para que algo pueda hacerse por mediación tuya, pero no hacerlo directamente. Limitarnos a ser una antena que percibe cualquier vibración y la incorpora a la suya. No es tarea fácil para nuestras mentes occidentales que giran en torno a la actividad asumir la aparente pasividad que conlleva este ejercicio: "Meditación es básicamente recibir lo que la vida ha inventado para nosotros y dárselo a los demás". Es precisamente a través de este “no hacer” como se va generando en nosotros uno de los efectos más beneficiosos de la práctica: la humildad. "Al estar sentado aparentemente inactivo veo que las cosas son como son con independencia de mi intervención". 


Esta inacción favorece una actitud observadora. "Cuanto más se observa uno, más se desmorona lo que cree ser y menos sabe quién es". Lejos de alarmarse ante esta constatación, Pablo D’Ors nos anima a mantenernos en esta ignorancia, a soportarla, a hacerse amigos de ella y a aceptar que estamos perdidos y que hemos vagado sin rumbo. Llegados hasta aquí, el autor marca el punto de inflexión con una pregunta: De acuerdo, reconoces que has ido perdido que has sido un vagabundo, pero ahora. ¿Quieres convertirte en peregrino? El peregrino sabe el camino que desea recorrer, aunque no esté muy seguro de hasta dónde va a llegar. Para el peregrino, más que el destino, es el camino en sí lo que tiene sentido, y aquello en lo que se va convirtiendo su ser, por el mero hecho de recorrerlo.


A lo largo de las poco más de 100 páginas que tiene este testimonio, son muchas las definiciones de meditación, y van in crescendo. "Cuando te limitas a percibir, llegas por fin a lo que eres". "La meditación nos devuelve a casa y nos enseña a convivir con nuestro ser". "La meditación te enseña a sumergirte en lo que estás haciendo". La meditación apacigua la máquina del deseo y estimula a gozar lo que se tiene". "Es una escuela de apertura a la realidad, de iniciación a la vida adulta, un despertar a lo que somos". "La meditación es el arte de la rendición". Soltarlo todo -sentimientos, pensamientos, creencias- confiando que en ese vacío abismal que aparece de pronto está la clave de nuestra libertad.


Este es el máximo descubrimiento que hace el autor, la gran transformación de su vida. A esto nos invita desde su humilde experiencia ofreciéndonos la vivencia desnuda de su propio camino. "Empecé a meditar para mejorar mi vida; ahora medito sencillamente para vivirla". Gracias, Pablo D’Ors, por la autenticidad de tu regalo.

31.1.14

¿Qué necesito para amar?


Habrá muchas, muchísimas personas que no estén de acuerdo con esta afirmación: “El amor, si no es excesivo, no es suficiente”. Pero mi realidad es ésta: ha sido el “exceso” de amor recibido el que me ha ido curando de mis carencias y el “exceso” de amor o el amor sin cálculos que yo he dado el que me ha ido haciendo consciente de quién soy y de hasta dónde puedo llegar. Vislumbro de pronto la parte del trayecto en la que me hallo: Ahora me toca “amarme en exceso” a mí misma, para compensar todo mi propio desamor. Tener un amor excesivo por mí significa en la práctica darme gustos, actividades, contacto con personas, oportunidades, sin dejar que una voz interna se crea con derecho a decidir si lo merezco o no. Darme permiso para vivir la vida que quiero sin restricciones.

Amor “excesivo” conmigo misma es, precisamente, darme más de lo que creo merecer, abandonar para siempre los criterios de merecimiento, porque si no recibo la dosis excesiva de amor, no podré amar en exceso, que es lo que más deseo en este mundo. El amor “excesivo” de Dios y de las personas que me quieren de verdad no basta para “configurar mi software” de manera que sea capaz de amar de esa manera. Yo misma debo participar en ese exceso de amor por mi. “En exceso” no se refiere solo a amarme gratuitamente, sino a amarme sin calcular, sin decir hasta aquí he llegado, brindándome siempre una oportunidad más, no dándome nunca por perdida. Es ir más allá de lo que humanamente parecía razonable: el 70 veces 7 de la Biblia a la hora de perdonarme a mí misma y el gozo del padre en la parábola del hijo pródigo que se vuelca en darle toda suerte de reconocimientos al vástago que lo abandonó y despilfarró su fortuna sin siquiera mencionar los “errores” cometidos por él. ¿Eran errores? ¿O eran pasos necesarios para encontrar su verdad? ¿Qué cambia en mi vida si contemplo todos los “errores” o “rodeos” de mi existencia como si hubiesen sido pasos necesarios para llegar a mi verdad? Dejo atrás los reproches, los lamentos, los autocastigos y valido mi vida.

¿Qué es entonces amar en exceso? Amarlo TODO sin condiciones, los supuestos errores también. Y abrazarlo. Amarme sin condiciones es abrazar sonriendo toda mi historia, TODA, contenta de que me haya traído a donde estoy ahora y sin darle más vueltas a los cómos y porqués.

Amarme en exceso es bendecir todas las opciones tomadas: aquellas que durante un tiempo he considerado actos de cobardía, de soberbia o de ignorancia y validarlas como parte del proceso necesario en el camino hacia mi plenitud.

Si logro hacer esto conmigo, decir “TODO está bien”, aunque mis categorías mentales clasificarían muchas partes de este todo como inservibles o erróneas, puedo hacerlo también con otras personas. Escuchar sus historias personales, hasta el último y más horrible detalle y validarlas con mi aceptación incondicional de cada momento, de modo que les sirvan de base para seguir avanzando, o para empezar a construirse desde el amor, aunque haya cimientos profundos de desamor. Abrazar con amor “excesivo” esos cimientos los transforma, los capacita para sostener una vida amorosa, que pueda dar y recibir “en exceso”.



Es esta desmesura conmigo misma la que me rescata y puede rescatar a otras personas de la desesperanza, de la falta de energías y de sentido para amar. Es esta la verdad a la que quiero ser fiel hasta la muerte. Y creo que seguirá siendo válida, tanto más válida, una vez traspasado el umbral.

20.1.14

¿Cómo nutro mi ser?

Me pregunto:
¿(Te) Doy lo que tengo?


¿(Te) Entrego lo que soy?

Ser es entregarse.

Somos entregándonos.

Soy entregándome.

Puedo entregarme cuando me poseo.

Me poseo solo si he tomado posesión de mí.

Tomar posesión de mí es entrar y reconocer que esta “casa” es mía, es mi hogar, mi nave, mi templo, y, acto seguido, asumir la responsabilidad.

Soy responsable de lo que hago con lo que ocurre, no de lo que ocurre.

Cada día de la vida es una bandeja de posibilidades, oportunidades, retos. Yo elijo, y mi actitud puede convertirlas al instante en limitaciones, problemas, obstáculos. 

Todo depende de mi mirada.

Todo depende de mi ser.

Nutro mi ser cuando reconozco que es único, original y que su presencia en este mundo tiene un sentido, aunque a veces el sentido se me escape.

Nutro mi ser cuando le doy el silencio, el reposo, la calma y la alimentación que necesita para regenerarse y reconectarse.

Nutro mi ser cuando sonrío y le envío confianza en la vida, cuando me río a carcajadas y experimento alegría de vivir, incluso en momentos aparentemente triviales o radicalmente tristes.

Nutro mi ser cuando me dejo amar por lo que soy, independientemente de mis logros o mis fracasos.

Nutro mi ser cuando me amo a mí misma y reconozco todo lo que se he me ha dado para ser, a su vez, entregado.

Nutro mi ser cuando me entrego y experimento el gozo de dar sin perder, de multiplicar lo que soy y tengo por el mero hecho de compartirlo. El gozo de ensancharme por dentro sin esfuerzo y llenarme de una ligereza que me lanza a transitar por la vida con una libertad recién estrenada.

Nutro mi ser cuando constato que el fin no está en mí sino en los otros, pero pasa, gozosamente, por mí. Y permito agradecida que la vida pase a través del ser y escriba mi historia con mi complicidad.

Nutro mi ser cuando observo, cuando dejo que las cosas pasen y confío, cuando limito al mínimo mi intervención, pero en esa intervención pongo mi máxima presencia.

Nutro mi ser cuando en la intimidad de la mañana o de la noche, lo dejo abrazar por un amor más grande y me doy cuenta de que ese mismo amor me constituye, me define, me posibilita ir más allá de lo que pensaba o sentía y me lanza a un destino que aparentemente no he elegido, pero que me corresponde desde el principio de los tiempos.

Nutro mi ser cuando abrazo mi vulnerabilidad sin miedo ni vergüenza y constato que en esa aceptación de mi totalidad reside mi fuerza y mi sentido.

Entonces, y solo entonces (te) doy lo que tengo, (te) entrego lo que soy.

17.1.14

No se trata de "ser buenos", sino de abrir el corazón


Cada año, cuando se acercan las fiestas navideñas me encuentro con alguna persona que reniega de que sea éste un tiempo para ser buenos “oficialmente”, para practicar la solidaridad y promover la paz. Suele añadir que ella no se apunta a lo que parece una farsa, porque una vez pasadas las fiestas, el mundo sigue exactamente igual. No diría yo que el mundo sigue igual, porque recibir un regalo cuando un niño -o un adulto- está convencido de que no va a llegar ninguno puede cambiarle la vida y la esperanza . O bien tener para comer porque alguien se ha acordado de ti cuando pensabas que no habría nada que llevarse a la boca, deja una huella grabada para siempre en el alma con el sello inconfundible de la gratitud. Y no cabe duda de que la esperanza y la gratitud cambian vidas. Pero entiendo lo que quieren decir estas personas cuando dicen que el amor que predica la Navidad les parece un amor de quita y pon cuyo único objetivo es tranquilizar conciencias.




Sin embargo, podríamos leer esa propuesta como una invitación a abrir el corazón, a dejar de vivir desde la mente en donde nos refugiamos blindando todos los sentimientos porque no nos vemos capaces de manejarnos bien en lo emocional. Una invitación a acoger la emoción del otro en lugar de querer entenderla, juzgarla, interpretarla. Y permitir que aflore mi propia emoción, con el único propósito de compartirla, de que llegue al otro. ¿Qué ocurre cuando las vibraciones de dos corazones se encuentran? Ocurre la magia de la comunicación. Sin palabras. Lo mental suele enredarse en verborreas. Para lo emocional bastan los ojos y la boca, las manos y los brazos, el cuerpo todo dejándose invadir por una emoción propia o ajena y sacándole todo el partido posible, es decir, tomando de esa experiencia toda la energía que necesitamos para proseguir nuestro camino.



Esa energía es luminosa, y por eso las personas que se atreven a vivir desde el corazón irradian. Las emociones son gasolina para nuestro ser. Cuando las amordazamos racionalizando, argumentando, negándolas, huyendo, nos quedamos sin fuerzas y el avanzar por la vida se convierte en algo pesaroso y agotador. La mente, por potente que sea, tira de nosotros solo hasta cierto punto. Más allá de él, se produce el derrumbe, no estamos hechos para funcionar solo mentalmente. Cuando es el corazón el que tira, el que decide y la mente se limita a ejecutar, no nos desfondamos y las cosas van encajando. Pero cuando entregamos a la mente el poder de decidir, nos desconectamos de nuestro ser y nos encontramos cuestionados por una realidad que no responde a nuestros deseos más profundos. La mente se ocupa bien de las cosas que están en la superficie, no de las que discurren por lo más hondo. Y es en lo profundo donde nos jugamos la vida.



El corazón es como una gran antena que percibe y emite sin filtros. ¿Quién se atreve? ¿Quién está dispuesto a escucharse, a respetar lo que percibe, a darle nombre y permiso para que salga? ¿Quién está a punto para recibir lo que el otro envíe desde su corazón, sin pasarlo por el filtro de sus creencias, de sus opiniones, de sus pensamientos? ¿Es posible hacer algo así? ¿Qué nos los impide? Tal vez el miedo a nuestras propias emociones, a no saber desenvolvernos en ese terreno, a perder el control. ¿Qué control? me pregunto. ¿Cuántos sustos más tendrá que darnos la vida para que tomemos conciencia de lo poco que controlamos, de que se trata más de acoger lo que va llegando y descubrir su significado que de controlarlo. Ya lo decía Viktor Frankl, cuando reflexionaba sobre el hombre en busca de sentido: Hacemos continuas preguntas a la vida y le pedimos respuestas. Y, en verdad, lo que más nos ayuda a encontrar sentido es dar nosotros respuesta a lo que la vida nos va trayendo. 



Por eso hoy propongo una tregua para nuestras mentes. Proclamo la necesidad de devolver al corazón su protagonismo en nuestras vidas, no porque tengamos la obligación de ser buenos en virtud de unas fechas determinadas, sino para conocer nuestra profunda bondad y ver qué hacemos con ella. Salir a la calle no pensando sino queriendo captar lo que hay en los otros y permitiendo que salga lo que late en el fondo de mí sin miedo a comprobar qué pasa. Probablemente descubramos que no hay que hacer tanto esfuerzo, que el impulso es natural, y que lo que lo hace tan costoso muchas veces, es que lo pasamos por el raciocinio, donde pierde todo su candor y su fuerza.



Todo ser humano tiene buenos sentimientos. Cualquier época es buena para descubrirlos, reconocerlos, manifestarlos, compartirlos, multiplicarlos al unirlos a los de otros. ¿Por qué no hacerlo ya? ¿Por qué no arriesgarnos a comprobar que esta opción puede ser algo definitivo en nuestras vidas y que no tiene por qué depender de la época del año?