11.4.22

Semana santa, parada y fonda


Ayer fue Domingo de Ramos. Muchos niños y niñas recibieron una palma, muchos de ellos sin saber por qué.
A mí me explicaron que con esa palma, los cristianos conmemoran la entrada de Jesús en Jerusalén, donde estaba el templo de los judíos, para celebrar la Pascua, que era su gran fiesta religiosa. A Jesús, hijo de una aldeana de una pequeña localidad llamada Nazaret y de un humilde carpintero, le aclamaron con palmas por ser una persona especial, porque miraba a las personas de manera distinta y actuaba desde el corazón.
Se dejaba tocar por los que la sociedad había etiquetado de intocables, comía con las personas vetadas por los estamentos religiosos judíos, se negaba a absolutizar la ley, cuestionando así a los fariseos que habían hecho de su cumplimiento su razón de ser y trataba a mujeres y niños como iguales, no como seres inferiores, categoría a la que los había degradado la mentalidad de aquella época. Pocos días después de ser aclamado, era condenado también por ser diferente. Los que querían un líder político poderoso que les librase del yugo del imperio romano, se decepcionaron con su mansedumbre y su humildad y descargaron en él su rabia y su decepción. Muchos de los que lo aclamaron, lo sentenciaron sin rodeos.
Un día queremos algo y al día siguiente se nos antoja otra cosa. Decidimos que la realidad tiene que ser de una manera determinada y cuando no se ajusta a nuestra voluntad descargamos nuestra furia castigando   a quien se interpone a nuestros deseos. 

La Semana Santa es una metáfora muy clara de lo que nos ocurre en la vida.

Un día estamos de celebración y al día siguiente lloramos una pérdida. Y si logramos ir más allá de lo aparente, de nuevo encontramos un sentido. Nuestra existencia puede dar un giro de 180 grados en segundos. Pasamos del jolgorio del Domingo de Ramos a la oscuridad del Viernes Santo. Y de ese dolor por la pérdida a la alegría de la resurrección. Un día estás paseando tranquilamente por la calle. Al día siguiente, un virus invisible te confina en casa. Un día estás llevando a tus hijos al colegio, al día siguiente estalla la guerra y tienes que huir de tu país con lo puesto. 
                    Nada es permanente.
La breve pausa que nos dan estos días es una oportunidad para replantearnos algunas cosas. Llevamos ya un trimestre del nuevo año y podemos revisar si los propósitos que formulamos en enero siguen teniendo sentido o podemos cambiarlos. La clave está en que lo que nos propongamos esté relacionado con lo que nos emociona.

¿Qué me motiva? ¿El brillo superficial o  lo que late detrás de lo que brilla?

Cuando lo que nos motiva es externo, pronto se pasa, porque la ley inexorable de la vida es el cambio , la impermanencia, y la flor que ayer se abría espléndida, dos días después está marchita.
 
¿Dónde ponemos nuestra ilusión? ¿En tener un cuerpo impecable? Constato a diario que el culto al cuerpo es fuente de gran sufrimiento.  El físico tiene un proceso de desgaste programado. Ir contra esa ley de que todo comienza y todo acaba para volver a empezar es abonarte a vivir decepcionado y a  esperar con terror la vejez. Sin embargo, a medida que lo físico va perdiendo el brillo de la juventud, va adquiriendo una pátina de sabiduría, de serenidad, resultado de haber procesado los aprendizajes y de haber dado el visto bueno a todo lo que nos ha ido sucediendo. Esa paz interior que sobreviene cuando aceptas tu realidad y la sucesión de experiencias que te han llevado hasta ella, esa paz sí que es inmutable y permanece pase lo que pase en el exterior.

Por eso vale la pena decidir bien en donde invertimos nuestra energía –en lo que cambia o en lo que perdura-, pues es ahí donde colocamos el sentido de nuestra vida. 

                                    ¡Feliz Pascua!

Marita Osés
11 abril 2022

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