17.1.14

No se trata de "ser buenos", sino de abrir el corazón


Cada año, cuando se acercan las fiestas navideñas me encuentro con alguna persona que reniega de que sea éste un tiempo para ser buenos “oficialmente”, para practicar la solidaridad y promover la paz. Suele añadir que ella no se apunta a lo que parece una farsa, porque una vez pasadas las fiestas, el mundo sigue exactamente igual. No diría yo que el mundo sigue igual, porque recibir un regalo cuando un niño -o un adulto- está convencido de que no va a llegar ninguno puede cambiarle la vida y la esperanza . O bien tener para comer porque alguien se ha acordado de ti cuando pensabas que no habría nada que llevarse a la boca, deja una huella grabada para siempre en el alma con el sello inconfundible de la gratitud. Y no cabe duda de que la esperanza y la gratitud cambian vidas. Pero entiendo lo que quieren decir estas personas cuando dicen que el amor que predica la Navidad les parece un amor de quita y pon cuyo único objetivo es tranquilizar conciencias.




Sin embargo, podríamos leer esa propuesta como una invitación a abrir el corazón, a dejar de vivir desde la mente en donde nos refugiamos blindando todos los sentimientos porque no nos vemos capaces de manejarnos bien en lo emocional. Una invitación a acoger la emoción del otro en lugar de querer entenderla, juzgarla, interpretarla. Y permitir que aflore mi propia emoción, con el único propósito de compartirla, de que llegue al otro. ¿Qué ocurre cuando las vibraciones de dos corazones se encuentran? Ocurre la magia de la comunicación. Sin palabras. Lo mental suele enredarse en verborreas. Para lo emocional bastan los ojos y la boca, las manos y los brazos, el cuerpo todo dejándose invadir por una emoción propia o ajena y sacándole todo el partido posible, es decir, tomando de esa experiencia toda la energía que necesitamos para proseguir nuestro camino.



Esa energía es luminosa, y por eso las personas que se atreven a vivir desde el corazón irradian. Las emociones son gasolina para nuestro ser. Cuando las amordazamos racionalizando, argumentando, negándolas, huyendo, nos quedamos sin fuerzas y el avanzar por la vida se convierte en algo pesaroso y agotador. La mente, por potente que sea, tira de nosotros solo hasta cierto punto. Más allá de él, se produce el derrumbe, no estamos hechos para funcionar solo mentalmente. Cuando es el corazón el que tira, el que decide y la mente se limita a ejecutar, no nos desfondamos y las cosas van encajando. Pero cuando entregamos a la mente el poder de decidir, nos desconectamos de nuestro ser y nos encontramos cuestionados por una realidad que no responde a nuestros deseos más profundos. La mente se ocupa bien de las cosas que están en la superficie, no de las que discurren por lo más hondo. Y es en lo profundo donde nos jugamos la vida.



El corazón es como una gran antena que percibe y emite sin filtros. ¿Quién se atreve? ¿Quién está dispuesto a escucharse, a respetar lo que percibe, a darle nombre y permiso para que salga? ¿Quién está a punto para recibir lo que el otro envíe desde su corazón, sin pasarlo por el filtro de sus creencias, de sus opiniones, de sus pensamientos? ¿Es posible hacer algo así? ¿Qué nos los impide? Tal vez el miedo a nuestras propias emociones, a no saber desenvolvernos en ese terreno, a perder el control. ¿Qué control? me pregunto. ¿Cuántos sustos más tendrá que darnos la vida para que tomemos conciencia de lo poco que controlamos, de que se trata más de acoger lo que va llegando y descubrir su significado que de controlarlo. Ya lo decía Viktor Frankl, cuando reflexionaba sobre el hombre en busca de sentido: Hacemos continuas preguntas a la vida y le pedimos respuestas. Y, en verdad, lo que más nos ayuda a encontrar sentido es dar nosotros respuesta a lo que la vida nos va trayendo. 



Por eso hoy propongo una tregua para nuestras mentes. Proclamo la necesidad de devolver al corazón su protagonismo en nuestras vidas, no porque tengamos la obligación de ser buenos en virtud de unas fechas determinadas, sino para conocer nuestra profunda bondad y ver qué hacemos con ella. Salir a la calle no pensando sino queriendo captar lo que hay en los otros y permitiendo que salga lo que late en el fondo de mí sin miedo a comprobar qué pasa. Probablemente descubramos que no hay que hacer tanto esfuerzo, que el impulso es natural, y que lo que lo hace tan costoso muchas veces, es que lo pasamos por el raciocinio, donde pierde todo su candor y su fuerza.



Todo ser humano tiene buenos sentimientos. Cualquier época es buena para descubrirlos, reconocerlos, manifestarlos, compartirlos, multiplicarlos al unirlos a los de otros. ¿Por qué no hacerlo ya? ¿Por qué no arriesgarnos a comprobar que esta opción puede ser algo definitivo en nuestras vidas y que no tiene por qué depender de la época del año?

4 comentarios :

  1. Gracias de parte del flow y mío ;-) un abrazo!

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  2. Gracias Marita, sigo tu blog y comparto tus reflexiones, en especial esta última. Un abrazo, Cris Casado

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  3. Me ha encantado tu post Marita, me has hecho pensar y sí, efectivamente la sensació de control que nos da la racionalización es falsa, racionalizar no hace que tengamos más control de nuestras emociones. Un beso. Oscar Moreno

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  4. Deia Pascal: "El cor té raons que la raó no entén...". Si fóssim prou valents d'escoltar el cor segur que ens sorprendríem de les moltes capacitats que tenim d'estimar de debò!!! Gràcies Marita! Una abraçada!

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