Para el 14 de febrero os voy a contar un cuento poco romántico. Es la historia de una pareja que tardó 20 años en empezar a “encajar” y destaca la importancia de “sembrar” en toda relación humana y respetar el ritmo de crecimiento de estas semillas. No podemos cosechar si no sembramos. El cuento se titula “Semillas olvidadas” y dice así:
Érase una vez una pareja como tantas otras que un día tuvo un encuentro sexual lúcido y amoroso, sin lastres por el pasado ni expectativas de futuro, en el cual lo único que se ventiló fue el deseo y un ansia de comunicar lo que es difícil de expresar con palabras. Se dieron cuenta entonces de que aquel encuentro era un premio de sus cuerpos a la testarudez y a la intensidad con se habían buscado sus almas durante años. Con anterioridad, habían librado muchas batallas, armados hasta los dientes, más para defenderse que por afán de atacar, hasta que descubrieron que para que se diese una conexión verdadera había que rendirse, atreverse a deponer las armas y enfrentarse desnudos y solos a las miserias y a las pasiones.
Al inicio de la relación solo veían en el otro lo que deseaban encontrar, y claro, se daban de narices una y otra vez con la realidad. Hasta que dejaron de imaginar a la pareja con la que habían soñado y se apañaron con lo que tenían a su lado desde el principio. En un alarde de realismo, se dijeron:
“Vale, con esto cuento, y con nada más”.
Y pronto se dieron cuenta de que no era poco. A esto se añadían las ganas de ambos de ir más allá de sus propios límites lo cual fue de mucha ayuda.
Renunciaron en serio y para siempre a las quimeras. Y descubrieron las posibilidades de lo que ya había.
Madurar: Descubrir en lo poco o lo mucho que tenemos un potencial ilimitado. A continuación, arremangarse y hacerlo fructificar, superando unas veces la pereza y otras la impaciencia.
Ella buscaba al otro, se buscaba a sí misma, cuando no se encontraba le culpaba y cuando hallaba algo que no le gustaba, también le echaba las culpas. Y en lugar de reírse de los desencuentros, de las decepciones, de las distancias que traen consigo estas búsquedas –que en su caso fueron muchas-, se lo tomaban en serio y petrificaban algo que con una risa sana y compasiva se habría disuelto en la nada. Pero no sabían reírse de su sombra.
A medida que ella fue descubriendo todos los personajes que la componían, tuvo la osadía de presentárselos. El no salía de su asombro e iba metiendo en la mochila a la infinidad de mujeres que eran su mujer: la loca, la transgresora, la filántropa, la feminista, la leona de sus cachorros, la profesional insegura, la amante fiel, la crítica implacable, la frágil y vulnerable, la enferma de cariño.
En algún momento, tal vez él habría preferido no conocerlas a todas. Honestamente, lo abrumaban. Seguro que habrían tenido menos encontronazos, se habrían ahorrado algunas batallas desagradables… pero la suya habría sido una paz ficticia.
¿Por qué tenemos que guardar acurrucada una parte de nuestro ser que es tanto o más nuestra como aquella con la que nos identifica nuestra pareja?
Él –que era pragmático- abandonó su sistema de etiquetaje de las personas porque no le funcionaba con su chica, y aceptó que su pareja –como todo hijo de vecino- contenía en sí una hermosa o insufrible colección de paradojas. Que le pareciera hermosa o que le resultara insufrible dependía exclusivamente de cómo él se la miraba: con rigor, con humor, con cariño, con impaciencia, con confianza, con miedo. Y aprendió que esa mirada le definía a él, no a ella.
Él sentía mucho más simple, y se hallaba muy cómodo con la imagen que se había construido de sí mismo. Pero ella se negó a comprarla. Ella no se había casado con un personaje reluciente, sino con un hombre de carne y hueso al que creía amar y se dispuso a darle a conocer los aspectos de sí mismo que desconocía: el torpe, el líder que se convertía en dictador, el niño desangelado, el reprimido, el protector, el impaciente, el salvador, el intransigente, el idealista inquebrantable, el obsesivo, el honesto, el de fácil perdón, el compañero fiel.
Sin esperar a que él se lo pidiera, ella empezó a presentarle aquellos personajes. Pero el trasfondo de reproche y de rabia con que realizaba la tarea, hacía que él los rechazara. Aprendió que la condición para que él los aceptase era que ella hubiese ya empezado a amarlos. Sólo entonces pudo él construir su puzle con algunas de las piezas que ella le desvelaba.
En el proceso de construcción de los puzles de ambos hubo momentos de distancias heladas, de heridas que parecían imperdonables, de ausencia brutal de sintonía, de esperanzas muy maltrechas…la temida sensación de haberse equivocado.
Junto a ella, la convicción de que no estaban juntos por puro azar y que juntos podían ser mejores si se concentraban más en lo que les unía que en lo que los separaba.
Y por eso volvieron a sembrar, unas veces entusiastas, otras ya muy cansados, en los surcos de sus almas y volvieron a encontrarse en los pliegues de su piel.
Ahora cosechan semillas que tenían olvidadas.
Marita Osés
14 febrero 2023
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