Me impacta en lo más hondo un vídeo que recibo en el móvil. En él, una niña de unos 4 años sube y baja por un tobogán varias veces. Mientras tanto, un niño un poco más pequeño está en el suelo delante de las escaleras del tobogán. No tiene brazos, ni piernas, ni pies, ni manos. Es un torso minúsculo coronado por una cabecita sonriente. Mientras él intenta subir el primer peldaño, la cría pasa por encima de él una y otra vez. El niño, por su parte, apoya la barbilla en el escalón, acerca el torso a saltitos hasta que con los muñones de sus hombros sube al siguiente peldaño y luego se impulsa con el resto del cuerpo. En un primer momento, cuando lo ves en el suelo delante del primer escalón, no entiendes muy bien qué hace allí y te preguntas si la niña le echará una mano. Pero la niña va a su aire. Parece aceptar con toda naturalidad que el niño necesite diez veces más tiempo que ella para subir cada escalón. De hecho, ella solo está allí para mostrarnos la pauta de la “normalidad”: tirarse por el tobogán como si nada.
Entonces te das cuenta de que el mensaje del vídeo no es de solidaridad, sino de coraje. El niño sabe lo que quiere y va a por ello con los elementos que tiene a su alcance: su barbilla, sus muñones, la fuerza de su columna vertebral reptando y, por encima de todo, las ganas de experimentar la inmensa dicha de deslizarse tobogán abajo y la satisfacción de haberse ganado a pulso ese placer. La sonrisa de felicidad que se dibuja en su rostro al final del vídeo es impagable.
Me conmueve y me admira su grandeza de espíritu y la lección que nos da:
No se auto compadece, ni se compara con la niña, lamentándose de que no tiene lo necesario para llegar a donde quiere llegar. Usa lo que tiene con ilusión y creatividad. La envidia, el sentirse inferior o víctima de sus circunstancias lo habrían paralizado y amargado. La rabia, tal vez le habría llevado a obstruir el paso de la niña para que tampoco ella pudiese gozar del tobogán. Pero no, él no se distrae de su objetivo con estos pensamientos, él no mira a su alrededor en busca de culpables, como hacemos tantas veces en la adversidad; él se ocupa de sí mismo y pone todo su empeño en lograr lo que anhela.
Miento. En dos momentos del vídeo el niño sí mira a su alrededor y sonríe a la cámara. Y ahí te das cuenta del secreto: Detrás de la cámara que lo está filmando hay un adulto que lo ama con mayúsculas, es decir, con inteligencia y sin condiciones. El verdadero amor es todo menos romántico. Es, ante todo, voluntad inquebrantable de que el otro SEA en plenitud.
Cuando reenvié este video hubo básicamente dos reacciones: “pobrecito” o bien, “vaya campeón”. ¿Qué necesita más este niño de nosotros? ¿Lástima o admiración? Lo que está animando el esfuerzo titánico de esta criatura inmensa es la mirada de confianza y admiración de sus padres. Ellos son los segundos héroes de este video aunque no aparezcan. En primer lugar, porque nunca le dijeron: “Un niño sin manos y sin pies, sin brazos y sin piernas no puede subir a un tobogán, cariño.” Esa frase no es más que una creencia, un pensamiento lógico. Pero el espíritu humano es capaz de romper toda lógica. (Me horrorizo pensando que tal vez yo lo habría dicho, pensando que así le ayudaba a mi hijo a “afrontar su dura realidad”). Estamos paralizados por un sinfín de pensamientos como éste. Pensamientos que nos hacen pigmeos pudiendo ser gigantes.
Sus padres tampoco cedieron al impuso de levantarlo del suelo y colocarlo en lo alto del tobogán para darle (o darse) ese gusto. Se tragaron la frustración y seguramente las lágrimas de impotencia, y dejaron que fuese el niño quien decidiese si podía o no. Esa fue una espera terrible pero fecunda. Una paciencia preñada de fe es imprescindible para que crezcamos. Y le vieron esforzarse, tal vez se abrió alguna brecha en la barbilla o en la frente en el intento. Me comenta otra persona: “Qué difícil para la madre limitarse a mirar”. Lo que hace la madre es mucho más que mirar. Es confiar. Es alimentar con su mirada el potencial de su hijo, sea cual sea el precio que tenga que pagar. Es dar un paso atrás para que el niño de un paso al frente por sí solo. Para que se sienta orgulloso de sí mismo y no dependa de ella. Qué agradable resulta solucionar la vida a los demás, sentir que gracias a ti están contentos u obtienen lo que desean. Pero cuántas veces les robamos así la oportunidad de sentirse orgullosos de sus pequeñas (o grandes) hazañas. Obtenemos su gratitud… y su dependencia. Amar de verdad significa renunciar de entrada a que te necesiten y ayudarles a descubrir todos los recursos que tienen para ser autónomos. Y libres.
Y que cuando miren atrás no se sientan en deuda contigo por “todo lo que has hecho por ellos”, sino simplemente agradecidos por haberles permitido ser quienes son y desplegarse al máximo sin haber interferido.
Marita Osés
Septiembre 2017
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y qué difícil es verlo con las cosas que nos parecen fáciles... y se las hacemos. aix! necesito una dosis urgente de paciencia para respetar su ritmo. Y poner el freno. Gracias Marita. I<3 U
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