Para quien ha sido criada, como yo, en un entorno cristiano, la esperanza es tan connatural a la existencia que una se olvida de ella, como te olvidas del aire que respiras. Pero ahí está, determinando tu forma de ver la vida, tus decisiones, tus actos, tu forma de amar.
¿Cuándo constato que existe la esperanza? Cuando la pierdo. Al darme cuenta de que las cosas no son como había deseado, tengo dos opciones: aceptarlo o no. Si lo acepto (“esta persona no me quiere”, “no he logrado el acuerdo que pretendía”, “esto no es para mí”) entro en la desesperanza, que es una especie de tristeza en la que puedo bucear hacia abajo hasta hundirme o hacia arriba hasta salir a la superficie. Si me resisto a aceptarlo, me invade la desesperación (“¿por qué no me quiere?”, “¿qué demonios se han pensado para no aceptar las condiciones del acuerdo?” “Por qué yo no y ella si”…). Ambas son posturas mentales, con una diferencia. La no aceptación me impide ver las posibles salidas. Si no acepto, cierro puertas. La aceptación de lo evidente me da la serenidad necesaria para, dentro del dolor, hacer una transformación. Y lo que parecía un callejón sin salida, se convierte en un punto de partida.
¿Es posible aceptar sin más que las cosas no son como habría deseado? ¿Cómo abrazar radicalmente este “no” que me está imponiendo la vida? Creyendo que atesora un “sí” que aún no soy capaz de ver.
Para tener esperanza se requiere humildad. Es decir, creer que no todo depende de mí, que hay factores que se nos escapan y determinan en gran medida nuestras vidas. Confiar en que esos factores, por adversos que puedan parecer, tienen otra cara, cargan realidades de otro signo y por lo tanto pueden ser beneficiosos para nosotros, a veces contra toda evidencia. Si no tenemos miedo de experimentar la desesperanza y aceptamos la vulnerabilidad que conlleva, conectamos con un poder interno que nos capacita para responder a ese momento vital porque que nos da acceso a partes de nosotros mismos que ignorábamos, que nos revelan nuestro poder y nos empujan a ejercerlo. Si te permites la desesperación, si no te censuras por ello y llegas al fondo de la misma, encuentras la chispa de esperanza: ves que el camino no acaba allí, que hay un trecho o un margen que desconocías.
Es en la desolación cuando y donde descubro que puede haber una mirada más amplia, una perspectiva diferente de la que me ha llevado a la oscuridad. Y es ahí donde decido darle -o no- una oportunidad a la luz. La luz está siempre, como está el sol, indefectiblemente, detrás de las nubes.
Entonces descubro que la vida es mucho más de lo que creía, que mi perspectiva era muy estrecha. Que las oportunidades, lejos de haberse esfumado como parece, son todavía infinitas si soy capaz de soltar mi visión limitada de lo que está ocurriendo. Basta abrir la mente : lo que me parecía lo más real del mundo –lo único real- es una mera construcción. Un espejismo. Y toda su aparente complejidad no es más que una forma concreta de mirar. Hay muchas más.
Renacer a la esperanza es encontrar sentido a lo que vivo y soy aunque no sea lo que de entrada deseaba vivir o ser. Y descubrir que esta segunda lectura puede reservarme horizontes infinitamente más ricos.
Lo propio de la esperanza es confiar en la sabiduría interna y en la bondad última del universo. Apuesta radicalmente por la vida, traiga lo que traiga, y me hace ir hacia aquello que me sale al encuentro, convencida de que siempre hay algo más allá de lo aparente. El que dice que tener esperanza es una ingenuidad, desconoce el poder de nuestros pensamientos. Cuando creo en lo que no veo, estoy generando oportunidades, esbozando ya una realidad distinta. Al imaginar nuevas posibilidades, empezamos a crearlas. Ponemos en marcha unas energías diferentes, que nos hacen salir de la situación de parálisis.
Aún tenemos tiempo de hacer una lectura del 2015 en clave de esperanza, leer lo que ha sido este año que acaba desde otra perspectiva. Hay quién se preguntará para qué molestarse, si quedan apenas unos días para que acabe. Esta es mi respuesta: Porque esa nueva versión de lo mismo, nos prepara para un 2016 completamente distinto.
Y para el año a punto de nacer propongo ser como el campesino. Él sabe cuál es su trabajo, pero acepta con humildad que esa es solo parte de la ecuación para recolectar cuando llegue el tiempo de la cosecha. Conoce, acepta y valora los factores que no están en su mano y que tendrán su participación en aquello que persigue. Cree en ellos. Pero sobre todo, cree en el poder intrínseco de la semilla, para germinar y dar fruto. Y aunque todos los elementos se le pongan en contra y pierda la cosecha, al año siguiente, volverá a sembrar.
Por un 2016 en el que sepamos leer todos los signos de esperanza y aceptemos confiados aquello que nos depare la vida.
Marita Osés, diciembre 2015
mos@mentor.es
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