25.3.18

La mejor herencia del mundo



“La herencia más valiosa que  les  puedes dejar a sus hijos es tu propia felicidad”, Thich Naht Han

Todo empieza  cuando traemos una vida nueva al mundo. En condiciones normales, el instinto de protección hace que nos sintamos responsables de ese ser indefenso. Puesto que es  del todo dependiente, nos hacemos cargo de sus necesidades. Es imprescindible que esta tarea tenga fecha de caducidad, pues la crianza del hijo tiene como finalidad su autonomía personal. Sin embargo, puede eternizarse y generar una dependencia perniciosa. Cuidar de la prole hace nos sintamos útiles, valiosos, satisfechos, grandes. Ante su vulnerabilidad, su inocencia, nuestra experiencia nos parece enorme en comparación con su ignorancia y algo nos hace creer  que tenemos mucho que enseñar. Según nuestras ideas acerca del mundo, estaremos convencidos además de tener que asumir la responsabilidad de salvarlos de un sinfín de riesgos, peligros y maldades. Qué agradable es saber más que otro, cuánto poder confiere la experiencia adquirida durante los años que le llevamos de ventaja al hijo.  Siento que puedo enseñarle todo. Es más tengo que enseñárselo todo, a fin de “prepararlo para la vida”. Y muchas veces, emprendemos la tarea de prepararlos para la vida, cuando  no hemos hecho más que capear a duras penas  las contingencias de la nuestra, sin haber encontrado la forma de manejarla para ser  verdaderamente felices. Con harta frecuencia, lo que “enseñamos” son patrones aprendidos que en su día adoptamos sin cuestionar y que, en ocasiones, han sido más un obstáculo para nuestro desarrollo personal que una palanca de crecimiento. El caso es que estos patrones afectan a nuestra felicidad. No hay felicidad posible si no hay conexión con nosotros mismos. Y no hay conexión interna cuando vivimos exclusivamente pendientes de las necesidades y demandas del exterior.

Tan ocupados estamos “educando” a nuestros hijos que nos olvidamos de nuestra propia “educación”. Educar no es atiborrarles de conocimientos (muchos de los cuales podrán adquirir sin nuestra ayuda)  sino conectarlos con su esencia.  Entiendo por educar (del latín ex -ducere) conducir afuera lo que hay dentro, hacer aflorar las potencialidades, guiar desde la ignorancia a la sabiduría propias. ¿Cómo vamos a ayudarles a conectar con su esencia si nosotros no hemos conectado con la nuestra?  La persona conectada con su esencia es feliz y desea eso mismo para sus seres queridos.
 ¿Cuál sería el criterio para aceptar o descartar los patrones recibidos de nuestros padres y de la sociedad ? Sin duda, el criterio de felicidad: ¿qué me ha hecho feliz a la larga? Es decir, eso que estoy trasmitiendo  ¿está alineado y es coherente con mi ser profundo o, por el contrario,  está en contradicción con mi esencia?  A la persona que no realiza la tarea de distinguir el amor a los padres del derecho a ser quien es, independientemente de que esto les agrade o no, le resultará más difícil en el futuro respetar el derecho de sus hijos a ser distintos de lo que ella esperaba. Y eso significa infelicidad para unos y otros.
Naturalmente, es más fácil decirlo que hacerlo. Vale la pena estar atentos para no caer en la trampa de dejar de ocuparnos de nuestras  cosas con la excusa de que tenemos que ocuparnos de nuestros hijos. Es posible y necesario compatibilizar ambas tareas, porque solo con la madurez que adquieras resolviendo tus asuntos (en el plano emocional, psicológico, espiritual, material) podrás ayudar a tus hijos a resolver los suyos. Hay personas que  por el mero hecho de haber llegado a la edad adulta, consideran que ya no tienen nada que aprender. A menudo éstas son precisamente las que apenas saben  nada de sí mismas. Han hecho muchos aprendizajes prácticos encaminados al éxito y al reconocimiento externo, pero su interior es un terreno baldío, desconocido e inmanejable. Las más veces, sus hijos actuarán como un estímulo para que entren en ese terreno y empiecen a labrar. Les harán preguntas que ellos no  se habían planteado jamás y los confrontarán con situaciones que les harán entrar en contacto con su sombra, esa zona en la que nunca habían querido aventurarse.
Pregunta oportuna (o incómoda, según se mire): ¿Cuándo dejaste de ocuparte de ti? Si es que alguna vez empezaste, pues hay quien siempre se ha ocupado de los demás y eso ha sido una manera de huir de uno mismo y de sus asuntos y de resolverlos. ¿Has tenido tiempo de pararte a saber de verdad quién eres y cómo eres más feliz?
Ocuparse de uno mismo es hacer lo posible por estar bien en tu propia piel. Hacer por ti lo que harías por tu hijo para que fuese feliz: atender tus necesidades, escuchar tus anhelos, tener paciencia con lo que no entiendes o no te gusta de ti, confiar en ti en momentos de incertidumbre, ayudarte a estar en paz.  En nuestra voluntad de ayudarlos, nos sacrificamos  innecesariamente. Ello hace que los hijos se sientan en deuda. Si por el contrario, invertimos en nuestra propia felicidad, les contagiamos una idea de vida digna de ser vivida. Ello hace que los hijos se sientan agradecidos. ¿Cuál es la diferencia entre sentirse en deuda o sentirse agradecido? La deuda te vincula a la otra persona a tu pesar y genera una relación desigual e incómoda a la que deseas poner fin, una obligación muchas veces basada en la culpa. El agradecimiento te vincula porque tú quieres y genera ganas de estar con el otro, para seguir dando y recibiendo,  en una relación de igual a igual.

¿Qué queremos? ¿Hijos que se sienten en deuda o hijos agradecidos?
Marita Osés
21 marzo 2018

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