“La herencia más
valiosa que les puedes dejar a sus hijos es tu propia felicidad”, Thich
Naht Han
Todo empieza cuando
traemos una vida nueva al mundo. En condiciones normales, el instinto de
protección hace que nos sintamos responsables de ese ser indefenso. Puesto que
es del todo dependiente, nos hacemos
cargo de sus necesidades. Es imprescindible que esta tarea tenga fecha de caducidad, pues la crianza del hijo
tiene como finalidad su autonomía personal. Sin embargo, puede eternizarse y
generar una dependencia perniciosa. Cuidar de la prole hace nos sintamos
útiles, valiosos, satisfechos, grandes. Ante su vulnerabilidad, su inocencia,
nuestra experiencia nos parece enorme en comparación con su ignorancia y algo
nos hace creer que tenemos mucho que
enseñar. Según nuestras ideas acerca del mundo, estaremos convencidos además de
tener que asumir la responsabilidad de salvarlos de un sinfín de riesgos, peligros
y maldades. Qué agradable es saber más que otro, cuánto poder confiere la
experiencia adquirida durante los años que le llevamos de ventaja al hijo. Siento que puedo enseñarle todo. Es más tengo que enseñárselo todo, a fin de “prepararlo para la vida”. Y muchas
veces, emprendemos la tarea de prepararlos para la vida, cuando no hemos hecho más que capear a duras penas las contingencias de la nuestra, sin haber
encontrado la forma de manejarla para ser verdaderamente felices. Con harta frecuencia,
lo que “enseñamos” son patrones aprendidos que en su día adoptamos sin
cuestionar y que, en ocasiones, han sido más un obstáculo para nuestro
desarrollo personal que una palanca de crecimiento. El caso es que estos patrones afectan a
nuestra felicidad. No hay felicidad posible si no hay conexión con nosotros
mismos. Y no hay conexión interna cuando vivimos exclusivamente pendientes de
las necesidades y demandas del exterior.
Tan ocupados estamos “educando” a nuestros hijos que nos
olvidamos de nuestra propia “educación”. Educar no es atiborrarles de
conocimientos (muchos de los cuales podrán adquirir sin nuestra ayuda) sino conectarlos con su esencia. Entiendo por educar (del latín ex -ducere) conducir
afuera lo que hay dentro, hacer aflorar las potencialidades, guiar desde la ignorancia
a la sabiduría propias. ¿Cómo vamos a ayudarles a conectar con su esencia si
nosotros no hemos conectado con la nuestra? La persona conectada con su esencia es feliz y
desea eso mismo para sus seres queridos.
¿Cuál
sería el criterio para aceptar o descartar los patrones recibidos de nuestros padres y de la sociedad ? Sin duda, el criterio de felicidad:
¿qué me ha hecho feliz a la larga? Es decir, eso que estoy trasmitiendo ¿está alineado y es coherente con mi ser
profundo o, por el contrario, está en
contradicción con mi esencia? A la persona que no realiza la tarea de distinguir
el amor a los padres del derecho a ser quien es, independientemente de que esto
les agrade o no, le resultará más difícil en el futuro respetar el derecho de sus hijos a
ser distintos de lo que ella esperaba. Y eso significa infelicidad para unos y
otros.
Naturalmente, es más fácil decirlo que hacerlo. Vale la pena
estar atentos para no caer en la trampa de dejar de ocuparnos de nuestras cosas con la excusa de que tenemos que ocuparnos
de nuestros hijos. Es posible y necesario compatibilizar ambas tareas, porque
solo con la madurez que adquieras resolviendo tus asuntos (en el plano
emocional, psicológico, espiritual, material) podrás ayudar a tus hijos a
resolver los suyos. Hay personas que por
el mero hecho de haber llegado a la edad adulta, consideran que ya
no tienen nada que aprender. A menudo éstas son precisamente las que apenas
saben nada de sí mismas. Han hecho muchos aprendizajes
prácticos encaminados al éxito y al reconocimiento externo, pero su interior es
un terreno baldío, desconocido e inmanejable. Las más veces, sus hijos actuarán como un estímulo para que entren en ese terreno y empiecen a
labrar. Les harán preguntas que ellos no
se habían planteado jamás y los confrontarán con situaciones que les
harán entrar en contacto con su sombra, esa zona en la que nunca habían querido
aventurarse.
Pregunta oportuna (o incómoda, según se mire): ¿Cuándo dejaste
de ocuparte de ti? Si es que alguna vez empezaste, pues hay quien siempre se ha ocupado de los demás y eso ha sido una manera de huir de uno mismo y de sus asuntos y de resolverlos. ¿Has tenido tiempo de pararte a saber de verdad quién eres y cómo eres más feliz?
Ocuparse de uno mismo es hacer lo posible por estar bien en
tu propia piel. Hacer por ti lo que harías por tu hijo para que fuese feliz: atender tus necesidades, escuchar tus anhelos, tener paciencia con lo que
no entiendes o no te gusta de ti, confiar en ti en momentos de incertidumbre,
ayudarte a estar en paz. En nuestra voluntad de
ayudarlos, nos sacrificamos innecesariamente.
Ello hace que los hijos se sientan en deuda. Si por el contrario,
invertimos en nuestra propia felicidad, les contagiamos una idea de vida digna
de ser vivida. Ello hace que los hijos se sientan agradecidos.
¿Cuál es la diferencia entre sentirse en deuda o sentirse agradecido? La deuda
te vincula a la otra persona a tu pesar y genera una relación desigual e
incómoda a la que deseas poner fin, una obligación muchas veces basada en la culpa. El agradecimiento te vincula porque tú quieres
y genera ganas de estar con el otro, para seguir dando y recibiendo, en una relación de igual a igual.
¿Qué queremos? ¿Hijos que se sienten en deuda o hijos
agradecidos?
Marita Osés
21 marzo 2018
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